Pero este
es un asunto que tiene muchas aristas. Una -distinta de las anteriores y quizá
surgida de ellas- es la del fin último de la educación y de todo proceso de
aprendizaje. Ya aprendimos con Foucault (1979, citado por Martínez 2001) que
toda formación discursiva es un efecto de poder organizado a través de reglas
anónimas, mediadas históricamente y determinado por un tiempo y un espacio. La
escuela -como lo reconoce Martínez (2001:96)- es en sí misma una formación
discursiva, es decir un conjunto de prácticas discursivas que logran una cierta
regularidad. Pues bien, este discurso llamado escuela junto con buscar
construir un entramado conceptual racional que ordene ideológicamente la
realidad social (capital cultural según Bourdieu), busca -para cumplir el
itinerario que se ha impuesto a sí misma- distribuir y reproducir relaciones de
poder, lo que integra a algunos agentes sociales al selecto grupo de los
protagonistas de la historia y excluye a otros . Pero hay que entender lo
anterior en una doble dimensión: lo mismo que puede hacer de la escuela un
discurso de exclusión, la puede hacer un discurso de integración . Esta
dialéctica es lo que configura no sólo la práctica educativa, sino también el diseño
curricular: la educación no sólo se ocupa de reproducir y transmitir las formas
de relación de los distintos actores sociales, sino que es también el lugar en
donde se encuentran y se generan distintas formas de reacción y oposición.
Becerril (1999), siguiendo a Althusser, explica este fenómeno en dos hechos: el
primero es que "en las condiciones de orden social, el desarrollo de las
fuerzas productivas necesitan a las organizaciones escolares como condiciones
de producción al mismo tiempo que producen" (p. 69); y el segundo, de que
esta reproducción no es automática, sino compleja y puede acoger distintas
formas de resistencia, las que este autor -ahora siguiendo a Apple- llama
contradicción: es decir, la posibilidad de que en "la organización escolar,
los trabajadores creen ciertas condiciones autónomas para ejercer el control de
su trabajo, que se configura en un especie de contraorganización con relaciones
informales que desafían a la norma, ya que se valen de ingenio y creatividad
cultural para tomar distancia de la determinación" (Becerril 1999:78)
Pues
bien, exclusión e integración son dos potencialidades presentes en el quehacer
pedagógico, productos ambos del proceso de aprendizaje en los que toda persona
se embarca al ser parte de un grupo social. Esto, que es también obra eminente
humana, nos hace cuestionarnos el sentido que como macroestructura social o
como iniciativa individual debemos otorgarle a nuestra acción educativa. Esta
tarea toma mayor vigencia cuando asumimos que lo que queremos de la educación
es justamente que sea una herramienta de integración social, es decir que pueda
desarrollar la capacidad de la persona humana de ser parte, de manera autónoma,
activa y solidaria, de los procesos sociales en los que le corresponde desenvolverse.
La idea fundamental es que seamos capaces de formar personas -ciudadanos, según
Magendzo (2003)- solidarios, conscientes y críticos, que seamos capaces de
emprender "algo nuevo" (Arendt 1993:208), es decir, de renovar al
mundo a través de actos profundamente conscientes y responsables, a la vez que
transformadores. Esto es lo que Bronislav Geremek (1996) entiende como cohesión
social: el respeto de la dignidad del ser humano y la construcción de vínculos
sociales en nombre de la solidaridad para integrarlo a los demás seres humanos
y salvarlo de la exclusión y el aislamiento a los que el no saber -es decir, la
ignorancia- los condena.
Lo
anterior por supuesto requiere un compromiso, una toma de posición por parte
del individuo respecto a las alternativas que los distintos acercamientos
discursivos le proponen, pues no es posible mantenerse al margen de tales
cuestionamientos en especial si el individuo al que nos referimos es un
profesor, es decir, el encargado de que un grupo de alumnos aprendan. La labor
misma del docente implica una toma de posición en la medida en que se erige
como el cedazo a través del cual le llegan a los alumnos las concepciones e
ideologías de la cultura, por lo tanto es este maestro quien, bajo el influjo
de un determinado discurso cultural y político, decide lo que los alumnos
necesitan para formar parte de la estructura social en su rol particular. El
profesor se va a encargar de que sus alumnos reciban el capital cultural en la
medida que les corresponda, de manera de que se cumpla en ellos la función que
les asiste en el entramado social; pues bien, para que ello sea posible, este
profesor debe haber definido para sí -y para sus alumnos- su particular
posición frente a la circunstancia histórico-cultural que enfrenta, debe adherir
a algún sentido para su propia labor como educador. Debo decir aquí que
considero una falacia la idea de que la educación pueda ser apolítica,
desideologizada o simplemente neutral; por supuesto no se trata de
instrumentalizarla, sino todo lo contrario, es reconocer que como todo proceso
comunicativo y discursivo, la educación se basa en principios ideológicos que
la sustentan -no me refiero necesariamente a ideología política, sino a
concepciones de mundo- y que le otorgan sus fines y sus métodos. Pues bien,
parafraseando a Martínez (2001:83), podemos decir que el compromiso es un
método de acercamiento y circulación por los aportes posibles en el interior
del campo de juego en el que se inscribe el sector, y que cada sujeto se acerca
a configurar su propio campo de posibilidades de manera no mecánica ni
predeterminada, sino bajo la influencia de su capital cultural, su historia
personal, el momento histórico que vive, etc.
Lamentablemente
esta conciencia del educador respecto de su compromiso social ha pasado a ser,
además de una pieza de museo, un componente del cual se reniega. Las reformas
educacionales han traído consigo cambios de paradigmas a nivel social. No
porque hasta el momento hayan significado una revolución en términos
educacionales, sino porque llevan aparejadas concepciones de persona, de
sociedad y de mundo distintas de las que nutrieron a la actividad educativa
hasta antes de su aparición. Tengo claro que estas particulares formas de ver
el mundo son en sí la toma de posición que se requiere para sustentarlas
ideológicamente, sin embargo no me fío de ellas, porque allí donde se instalan
como componente ideológico-valórico, reniegan de la reflexión profunda y el
cuestionamiento a nivel de principios, proclamando la doctrina del pragmatismo
y la tecnocracia, intentando convencernos de la neutralidad y objetividad de
sus postulados, cuando en realidad no son ni neutros ni objetivos. La
experiencia de más de diez años de Reforma educacional en Chile nos habla del
esfuerzo por tratar de convertir el proceso formativo de las personas -esa obra
que nos completa en nuestra condición y dignidad humana y que sólo es posible a
través del interactuar con otras personas- en una suerte de producción
industrial, sustentada en estándares de rendimiento internacional, pero que se
olvida de que toda acción pedagógica se juega por completo en un proceso
comunicativo personal entre un educador y un alumno, en donde el educador asume
el compromiso individual con su alumno de ayudarlo en su proceso de aprendizaje
del mundo y construcción de sus propias convicciones. La realidad nos habla de
un mundo convertido en un" sistema global sobre el cual el capitalismo, en
sus diversas formas, ha tejido una compleja red de relaciones económicas,
culturales y políticas" (Martínez 2001:92) : se excluyen todas las ideas
que disientan de la oficialidad teñida por el liberalismo económico y centrada
en el individualismo técnico: ya no hay espacio para compromisos colectivos ni
para los compromisos personales. Esto, en el caso de la educación, se puede
observar en el discurso de la profesionalización docente, el que lejos de
buscar una reivindicación social del magisterio propone una reformulación del
perfil profesional, orientándolo a los nuevos tiempos, transformando al docente
en un funcionario a cambio de cierta seguridad y "prestigio
profesional", y a costa de la pérdida de control sobre los distintos
niveles de concreción de la práctica docente -distanciando las etapas de diseño
de la de aplicación, correspondiendo al profesor sólo esta última, por ejemplo-
e incorporando lógicas y argumentos empresariales, en especial en el análisis
de la calidad, con el consiguiente riesgo de la instrumentalización tanto de
los docentes como de los alumnos, en pos de una exitosa producción de
resultados académicos.
El
compromiso social de la educación y del educador, ante el panorama al que se
enfrenta, debe revalidarse, reconceptualizarse, pues creemos con Martínez
(2001) que "el compromiso radical de la escuela con la educación del ser
humano no puede eludir su posición crítica con las políticas de injusticia y
desigualdad. Ésta debe seguir siendo una cuestión básica en todo educador"
(p. 95). Para nosotros la educación debe ser en esencia una liberación
(Freire), en cuanto a que autonomiza a la persona de aquello que la limita, la
emancipa de sus determinismos (Habermas, Groundy), para que pueda hacerse a sí
misma (Moya). Desde esa perspectiva el docente, como agente primordial del
proceso educativo, debe definir un compromiso profundo y permanente con sus
alumnos y con su práctica, de manera de responder a lo que la realidad le
demanda en favor de la formación de éstos y como consecuencia de ella, de la
formación de la sociedad y la cultura; compromiso que implica una toma de
conciencia -es decir se opone a la enajenación, o sea a "la pérdida, por
el hombre, de lo que constituye su propia esencia y por consiguiente, la
dominación del objeto sobre el sujeto" (Becerril, 1999:86)- y trae como
resultado una acción pedagógica centrada en lo que Moya llama situación
formadora, es decir, "un espacio de práctica educativa mediadora entre
sujetos y dispositivo pedagógico (…) que contiene la trama de relaciones que
instituyen, tanto la relación entre actores (interacción pedagógica) como la
interacción entre saberes (relación significante)" (2002:20).
4.-
Compromiso social y formación docente.
Como
decíamos anteriormente el capital cultural no se hereda en los genes ni se
adquiere por osmosis, es el resultado de un complejo proceso de apropiación en
el que la persona es introducida a la cultura por otras personas en una
relación dialéctica de construcción del conocimiento. Pues bien, esto se aplica
de igual manera al aprendizaje de la docencia. Los profesores, quienes serán
los responsables del aprendizaje de sus alumnos, con todo lo que ello implica,
son a su vez aprendices de otros profesores, de los que van a recibir las
nociones que les van a permitir crear sus propias concepciones respecto de su
labor docente y su rol social. Entonces es primordial que se reflexione acerca
de sus procesos de formación.
Como ya
lo hemos dicho respecto del proceso de formación de los alumnos, para el caso
de la formación de los profesores tenemos que tener en cuenta cuál es rol que
la educación como fenómeno tenga en la sociedad, la que a su vez va a definir
lo anterior según a sus particulares aspiraciones y forma de proyectarse en el
tiempo. Pues bien, no es lo mismo esperar de la educación la repetición de un
modelo social que preparar un cambio de paradigma, y en este mismo sentido, no
es lo mismo un profesor que trabaja por la perpetuación de un sistema, que
aquel que lo hace por una transformación. Lamentablemente las condiciones en
las que esto se ha estado dando no son muy promisorias: la hegemonía de un
paradigma cultural fundado en el positivismo científico e inspirado en el
capitalismo económico ha dado como resultado la presencia de un profesor que se
ha limitado a ser un mero transmisor de conocimientos y " las
instituciones y programas de formación docente han sido la mejor "escuela
demostrativa" de la escuela transmisiva, autoritaria, burocrática, que
desdeña el aprendizaje" (Torres, 1999:47). Lo anterior trayendo como
resultado variados problemas tanto para docentes, como para alumnos y para el
sistema educativo en general: son de público conocimiento los bajos resultados
que el proceso de reforma educacional en Chile ha arrojado en cuanto a calidad
de la educación ; a eso le agregamos que estamos frente a un sistema
educacional desorientado que busca reinventarse para poder calificar a la par
del resto del sistema social -en especial a la par de los sistemas político y
económico- en la panacea de la globalización; nos enfrentamos a docentes que no
cuentan con los recursos didácticos ni pedagógicos para responder a una
realidad que dista de los supuestos teóricos en los cuales fueron preparados,
docentes que, desprestigiados socialmente, cargan con el trauma histórico de la
indiferencia de las autoridades respecto de sus condiciones laborales, respecto
de su dignificación como profesionales (profesan un oficio para el cual han
debido pasar por años de formación universitaria) que trabajan en la formación
de personas, respecto de su postergación social junto con todo el sistema
educativo, respecto de su conocimiento del proceso educativo y por ende, de la
validez de su opinión respecto de las posibles reformas y su implementación.
Nos encontramos con docentes alienados, "ajenos en su mayoría a la
información y al debate en torno a los grandes temas de la educación, a las
políticas educativas nacionales e internacionales que definen su rol y
perspectivas presentes y futuras" (Torres, 1996: 26). Es en este último
punto según creo donde está uno de los problemas más sensibles de la formación
de los educadores: los profesores no sabemos reflexionar acerca de las
prácticas pedagógicas que llevamos a cabo, lo que nos hace caer en el activismo
sin sentido, motivado únicamente por el afán de obtener resultados (aprobados),
cumplir nuestra función (pasar contenidos) o mantener ocupados a los alumnos
para que no causen molestias (disciplina). No hay una mirada que trascienda la
cotidianeidad y se proyecte a las significaciones que nuestro trabajo contiene,
que se detenga, no sólo en las estrategias y en las didácticas propias de la
enseñanza, sino que analice los precedentes que vamos sentando con cada
discurso, análisis y en cada relación que establecemos con nuestros alumnos.
Falta reflexión y crítica en la práctica educativa, falta la conciencia del rol
social y cultural que lleva consigo el ejercer la docencia: falta la inquietud
por trascender y hacerlo de buena manera, y eso se aprende.
La
formación docente entonces no puede ser una mera revisión de fórmulas
didácticas o un adiestramiento en disciplinas específicas, tiene que ser el
espacio que acoja la inquietud del profesor por trascender, el lugar en donde,
mediante la reflexión, pueda aclarar su posición respecto de la problemática
educativa, su rol en la dinámica social, su forma de entender el mundo. Debe
ser el espacio en donde el profesor -en formación o en servicio- pueda hacer
conciencia de sí mismo, de su labor y del mundo y pueda confirmar su compromiso
con sus alumnos y su proceso de aprendizaje, un compromiso responsable con lo
que sus existencias puedan llegar a ser. Ahora bien, debemos estar claros que
esta formación no comienza en la universidad con la habilitación profesional
del profesor , es un continuo que comienza, como lo enuncia María Alice Setúbal
(1996), cuando el docente o futuro docente es estudiante en la escuela primaria
o antes inclusive, pues no hablamos de destrezas o habilidades simplemente,
sino que estamos considerando una actitud ante el mundo, una forma de entender
las relaciones sociales que implica una conciencia y un compromiso, y eso viene
desde muy largo. Así entendido entonces, la responsabilidad de la formación de
los docentes es una doble responsabilidad, pues afecta a los estudiantes en
cuanto estudiantes y en cuanto a futuros docentes que a su vez multiplicarán su
particular forma de entender la práctica con otros cientos de estudiantes más.
Debemos saber, además, que el continuo formación docente no termina con la
titulación del profesor, sino que se extiende por toda la práctica educativa,
incorporando tanto los saberes sistematizados en la llamada formación en
servicio -o continua- y los saberes extraídos de la práctica en sí, los que se
incorporan como experiencia, sumándose a los saberes propios de la persona que
ejerce el oficio docente y que abarcan un espectro más amplio que la pura
educación .
En todos
sus niveles la formación del profesor debe incorporar la reflexión y la
crítica, como lo hemos dicho antes, para recuperar la conciencia y el
compromiso social. El profesor debe ser capaz de incorporarse a la sociedad, a
la interacción con otras personas y a la institucionalidad que las organiza,
para estar en condiciones de "convertir a la escuela en primer espacio
público del niño, creándole posibilidades de percibir, vivir y actuar,
interactuando con las múltiples relaciones que permean toda la sociedad"
(Setúbal, 1996:88). En la medida en que el profesor ha aprendido a participar y
comprometerse va a tener la capacidad de enseñar a sus alumnos a integrarse a
la sociedad y al mundo, de manera que cada quien pueda resguardar su propia
individualidad y no hacerse una víctima de la enajenación. Pero hay que tener
muy en cuenta que esto, que significa una forma de ver al mundo, se aprende de
la cultura, de otras personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario